La sencillez de la vida

Hace algunos años había una niña alegre y cantarina a la que le gustaba mucho bailar. Vivía en una ciudad grande donde tenía muchos amigos y era feliz compartiendo con ellos juegos y experiencias. Sus padres humildes y trabajadores la querían mucho y desde bien pequeñita le supieron transmitir el valor de la honestidad y la importancia de hacer el bien.
Le gustaba ir a clase y aunque a veces las maestras que entonces había eran muy serias, ella también disfrutaba aprendiendo y descubriendo nuevas cosas, siempre era muy curiosa.
Los veranos los pasaba con sus abuelos en un pueblo no muy lejos de la ciudad, pero ir allí era como hacer un largo viaje donde la rutina diaria cambiaba y estaba más cerca de la naturaleza. Los meses que pasaba en el pueblo eran como un bálsamo que le ayudaba, ya entonces, a descubrir una parte de sí misma.
No todo era idílico y maravilloso, pero ella sabía sacarle la parte positiva de lo que vivía y experimentaba.
Los días que había tormenta, la familia se reunía alrededor de la chimenea que con su fuego mágico parecía apaciguar las mentes y dejaba que saliera lo mejor de cada uno.
Su abuelo, que siempre la trato con un especial cariño, la sentaba entre sus piernas y aunque no era muy hablador sabia transmitirle la bondad que albergaba su corazón y le contaba algunas historias sobre su vida que había sido bastante dura. Lo que ella percibía es que todo el mundo lo quería, todo el mundo, menos su mujer. Si en aquel momento hubiera existido el divorcio, seguramente lo mejor que hubieran hecho, es haberse dado la oportunidad de comenzar una nueva vida cada uno.
Y volviendo a la tormenta, cuando la lluvia ya estaba a punto de cesar, su padre y ella salían a pasear por el campo cercano con el único paraguas que había, un poco viejo y destartalado pero que cumplía su función a la perfección. Disfrutaban del aroma que la tierra húmeda desprendía. Olor a romero y manzanilla, a té que no era tan fácil de descubrir pero que allí estaba, diente de león, lavanda y espliego. Los arboles muchas veces parecían dejar caer lágrimas de sus hojas y alargaban sus ramas como si quisieran abrazar a los pájaros que se habían protegido del agua y que ya comenzaban a trinar de nuevo.
Las hormigas se habían protegido, pero aun así ella andaba con cuidado al caminar para no pisarlas, siempre le inspiraron que había que cuidarlas, quizás por lo que las veía trabajar y construir.
Buscaban caracoles (pobres caracoles) que entonces habían salido a pasear y con los que después, su madre prepararía un buen arroz para toda la familia, un manjar en aquel tiempo.
Una vez acabado el paseo, donde su padre, también silencioso como el abuelo, pero siempre acogedor, le había enseñado muchas cosas, los dos volvían a casa con una sonrisa en el rostro.
Habían respirado aire fresco y limpio y habían escuchado en el silencio del paseo sus corazones y comprendido que la felicidad se encuentra en lo más sencillo.
Esa niña, ya entonces creía en las hadas, en los duendes de la naturaleza y en la bondad del ser humano. Creía que había algo más allá de los que sus ojos podían ver, a pesar de…
Su padre le enseño a no tener miedo a las tormentas, a descubrir lo cerca o lejos que estaban contando el tiempo entre el luminoso rayo y el ruidoso trueno que a veces hacia temblar las paredes de la casa.
Sus abuelos le enseñaron a leer la nubes y descubrir cuando iban cargadas de agua, si era mucha o poca, si presagiaban el viento o si podía granizar, lo que no era muy bueno para la cosecha.
También le enseñaron que cuando la luz del sol por la mañana era blanquecina, por la tarde llovería y a cierta hora había que estar a cubierto.
En el campo, su abuelo le enseñaba cómo se cortaban los racimos de uva con un artilugio que él mismo había hecho y aunque las manos delicadas de la niña acababan un poco heridas, no le importaba, después del trabajo habría fruta fresca para toda la familia.
Las noches también eran especiales. Después de cenar salía a dar un nuevo paseo, esta vez con su padre y su madre y ellas dos miraban las estrellas y descubrían donde estaba la Osa mayor y la Osa menor. Como brillaba Venus, aunque entonces ninguna de las dos sabía que se llamaba así y que era un planeta, pero les daba igual. Las dos estaban convencidas de que había vida más allá de la tierra y en esos momentos, donde también en el silencio se escuchaban muchos sonidos diferentes, estaban más cerca del cielo.
Hace 50 años de estas vivencias y muchas otras que forjaron a la que ahora ya es una mujer adulta y que a pesar de los problemas que la vida acarrea es más fuerte de lo que ella misma es capaz de comprender, sabe ponerle una sonrisa al mal tiempo y continúa creyendo que siempre existe algo más de lo que sus ojos perciben. Su madre todavía le cuenta que nació con los ojos abiertos, negros como el azabache y aunque solo fueran luces ya miraba todo lo que le rodeaba con curiosidad y queriendo descubrir.
Esa inquietud por la vida que todavía hoy está en su interior procura transmitírsela a sus hijos, con más o menos acierto, pero siempre con cariño y una sonrisa en su rostro a sabiendas de que los tiempos no son fáciles y que quedan muchas pruebas por pasar, pero tampoco lo fueron antes y se salió adelante.
Dos cosas han quedado en su corazón durante estos años, honestidad y bondad. No es mérito suyo, fueron sus padres y sus abuelos quienes se lo transmitieron y se siente feliz por haber elegido la familia que tiene en este mundo, aun con todo lo que sabe que hay que cambiar.
No echa de menos los años pasados, sabe que son su bagaje y con ello cuenta y si los recuerda procura hacerlo con el respeto que merecen las personas que le dieron la vida, que con sus carencias y sus virtudes le enseñaron a ser quien es.
Cada uno somos responsable de nuestras vidas y de lo que hacemos con ellas, esa carga liviana o pesada es nuestra y de nadie más.
Xaro Aliaga
22/4/2019