
Cuando estas semanas uno vive con cercanía el canto de los pájaros, la cercanía del viento, el silencio de las calles… todo esto y mucho más parece recordarnos eso de que hay vida más allá del ruido cotidiano.
Es cierto que ese ‘ruido’ también forma parte del mundo laboral. Pero, lo que llamamos confinamiento te pone delante de un espejo, creando una oportunidad de oro para mirar donde nunca miras, pensar lo que nunca piensas, sentir lo que nunca sientes.
Te encuentras con esa frase hecha que decimos: “el mundo está mal”. Y en ese instante, aprecias que no es el mundo lo que está así, sino la sociedad. Porque, justamente, cuando la sociedad se paraliza en gran medida, percibes con más claridad y limpieza lo que es el mundo, lo que es la Naturaleza, lo que es el silencio; incluso aprecias el propio silencio, pero no como un enemigo que acecha a modo de vacío que necesita ser llenado de sensaciones, sino que se muestra como una entidad que también tiene algo que decir.
Te dice que los complicados somos las personas. Te dice que la Naturaleza es, ha sido, y será un gran referente de aprendizaje. Te recuerda que solo las personas opinamos, y por ello creamos tantas y tantas formas que nos separan a menudo, mientras que la Naturaleza, al no tener mente no opina, y quizás ese espíritu impersonal hace que nos sintamos tan bien cuando la vivimos.
El silencio siempre se deja observar, y se convierte en un espejo que refleja las verdades que hay en ti.
No las califica de buenas o malas, pero sugiere que ese yo es quien vive y es cada instante. También parece sugerir que menos es más. Porque te sitúa en un estado de sensibilidad que propicia que el confinamiento lo olvides por un instante, y observas que es la mente quien se siente confinada, pero no ese ser reflejado en el espejo.
Por unos instantes agradeces la situación, sin dejar de sentir compasión por todos aquellos seres humanos que están sufriendo el tener más mermados sus recursos más básicos, y depender más que nunca de la buena voluntad de la sociedad, instituciones y demás organismos necesarios tanto en tiempo de paz como de crisis…
Pero te quedas con la sensación de agradecimiento. Observas lo que te dice el espejo. Primero, sientes lucidez que nace de ti mismo, precisamente porque estás atento a esa parte de ti, que generalmente no prestas atención. Intuyes que hay verdades que no interesa reconocer. Pero deduces que ahora es el momento de afrontarlas.
En el espejo se dibuja, de pronto, un perfecto círculo concéntrico. Y como si en esos instantes hablara el corazón, lees perfectamente que tal imagen es el sentido de la vida en el Planeta, y que tu participación va más allá de no salir de casa. El círculo evoca impresiones sutiles, como efluvios energéticos que solo el corazón sabe apreciar.
Esta corta vivencia observando el espejo te impele a aprender que el círculo somos toda la humanidad. Que no deben haber clases, que no debe haber nada que nos separe, el circulo es la geometría perfecta que manifiesta unión; —ahí —dice el espejo— también debemos incluir el Planeta.
El espejo deja de emitir impresiones tan evidentes, pero su silencio anuncia que algo ha despertado en ti. Quizás sea eso que llaman conciencia…
—Entonces, ya sé para qué es la conciencia, —te dices. Nadie nos debe decir lo que es ni para lo que es salvo el propio corazón. Ahora que has hablado con el silencio te das cuenta de que tenemos muchas cosas que cambiar. Las silenciosas calles son el clamor de una verdad que tenemos ingénita en el corazón: la sencillez de la vida.
Hay tantas cosas que como humanidad hemos llegado a conseguir, que, sin duda, hay que continuar. Pero hay que aprender del espejo…