Quiero ir a casa
El título encierra un suplicio, o diría mejor, una súplica bañada de incertidumbre y una nítida esperanza, que, aun sin reconocerla, la oyes como lejana y dudosa saliendo de unos labios surcados de arrugas y un tanto temblorosos.
Así era como oía a ciertas personas cuando me veían, pues sabían que con cierta libertad salía y entraba del edificio al que las habían llevado.
Sí, habéis acertado, estoy hablando de las residencias, de esas casas grandes en donde van a parar los mayores que no les caben en casa o no pueden cuidarlas por trabajos, o también quizás por el grado de Alzheimer, o una degeneración neuronal al que los familiares ya no pueden tenerlo en casa por necesitar más ayuda.
Es lo que nos pasó. A mi marido le vino un Parkinson Rígido, me dijeron que no sería largo, así y todo, en los tres primeros años de enfermedad fue bastante para darnos cuenta de que necesitábamos ayuda. La ayuda nos vino a través de un psiquiatra familiar que nos ayudó, tengo que decir que en ningún momento me sentía mejor que él. Mi hija se dio cuenta y nos sugirió que entrásemos en una residencia, por supuesto que me negué… pero, entré en razón cuando me vi incapacitada para darle una solución.
Visitamos varías y elegí la que más alegría recibí al entrar y en la que no me vi afectada por la penumbra de la melancolía y tristeza que en otras sí percibía.
Tengo que aclarar que no estoy en contra de las residencias, al contrario, son necesarias, gente que está sola, hijos que trabajan, y enfermedades en la que son necesarias por un cuidado y vigilancia constantes.
Mi experiencia en el año y medio que estuvimos allí estuvo llena de enseñanzas, observé que tenía que ser fuerte y estar muy atenta para no decaer, pues me di cuenta que algunas, en especial mujeres, entraban conscientes y con cierta seguridad, sin embargo a los dos meses ¡ya el centro se había hecho con ellas! Ya había cierta dejadez, cierta tristeza. Era evidente, los hijos o familiares se aletargaban cada vez más en visitarlos, y a pesar de haber mucha gente se encontraban solos. Los que se valían por ellos mismos eran los más afortunados, pues por las mañanas había talleres de manualidades y por las tardes podían pasear. Los menos, pues eran dependientes, a las once horas los bajaban y los ponían con las sillas de ruedas delante de la tele, y por supuesto así pasaban las mañanas y tardes. Contemplé también que las personas con creencias religiosas soportaban o actuaban con más dignidad o diría mejor con más serenidad y aceptación, pues, decían que Dios o la Virgen estaban con ellas y les servía para purificarse, pero creo que dentro de su interior acallaban la frustración que sentían en sus almas para no sufrir el desaliento del olvido de sus familiares.
En la residencia en que estábamos me hice amiga de muchas de las mujeres y hombres que allí había conversábamos de todas las inquietudes, necesidades y posibilidades que nos hacían sentirnos mejor, y, como yo era la más joven y la que tenía acceso y cierta confianza con los dueños, me hicieron intermediaria entre ellos, era la recadera.
Así paso el tiempo, y conforme iban pasando los días, mi mente se iba aclarando y mis emociones estabilizándose, llegando al punto en que un día de octubre vi con claridad que ya estaba preparada para ir a casa y cuidar a mi marido, pues una de las preocupaciones y la necesidad de entrar en la residencia era que se escapaba de casa y tenía que ir a buscarlo, ya que su obsesión era ir al campo (era agricultor).
Así que en noviembre empezamos el mes en casa y todo fue más fácil. Con la mitad del sueldo que pagaba contraté a una auxiliar de residencia seis horas al día, y entre las dos hicimos todo el trabajo de cuidadoras.
Mi reflexión en todo esto es que: Las residencias son necesarias, que hoy en día es una necesidad primaría, pero sin olvidar de que son personas las que se “dejan” allí, que, aunque estén cuidadas el afecto y el amor de los hijos o familiares les es necesario para no caer en la más absoluta soledad que un ser humano aislado de su entorno puede sufrir...